El acérrimo opositor al Kremlin, Aleksei Navalny murió ayer a los 47 años de edad en el centro de reclusión de alta seguridad número 3 del distrito ártico de Yamalo-Nenetsk, una de las prisiones más severas de Rusia, donde cumplía condena a 19 años de privación de libertad, informó en un comunicado el Servicio Federal Penitenciario de Rusia.
De acuerdo con la información, el recluso Navalny, A.A. se sintió mal durante el paseo, perdió la conciencia y, a pesar de que los médicos intentaron reanimarlo durante 30 minutos, nada pudieron hacer para salvar su vida.
Los familiares y seguidores de Navalny –basándose en el testimonio de su madre, Liudmila, quien lo visitó el pasado 12 de febrero y lo vio animado y en aparente buen estado de salud–, no creen en la versión extraoficial, difundida por la televisión pública de Rusia, de que lo mató un aneurisma.
Desde la conferencia de seguridad de Munich, la viuda de Navalny, Yulia, hizo esta declaración: Quiero que (el presidente Vladimir) Putin, todo su entorno, los amigos de Putin, su gobierno, sepan que tendrán que responder por lo que han hecho a nuestro país, a mi familia (tienen dos hijos), a mi esposo. Y ese día va a llegar muy pronto. Exhortó a la comunidad mundial a unirnos y vencer este mal.
El Kremlin, mediante una breve declaración del vocero presidencial, Dimitri Peskov, calificó de inaceptables las declaraciones de líderes occidentales sobre el fallecimiento del opositor y se limitó a decir que el mandatario ya había sido notificado del fallecimiento de Navalny, mientras Putin, de visita en la ciudad de Cheliabinsk, en los Urales, no hizo ningún comentario ni nadie le preguntó nada al respecto, de acuerdo con el reportaje de la televisión pública.
En contraste, el presidente de la Duma, Viacheslav Volodin, acusó a Occidente del deceso de Navalny: Todos ellos, sus nombres son bien conocidos, desde el secretario general de la OTAN (Jens Stoltenberg), el presidente de Estados Unidos (Joe Biden), a (Olaf) Scholz (canciller federal alemán), (Rishi) Sunak (primer ministro de Gran Bretaña) y (Volodymir) Zelensky (presidente ucranio) son los culpables de la muerte de Navalny. Precisamente a ellos, que han tomado tantas decisiones equivocadas y se aferran a sus cargos, beneficia su muerte, escribió en su cuenta en X (antes Twitter).
Por su parte, la vocera de la cancillería, María Zajarova, apuntó: La reacción inmediata de los líderes de la OTAN acusando a Rusia es elocuente. Todavía no se conocen las conclusiones de los forenses y Occidente ya tiene culpables.
Dimitri Muratov, Olga Romanova, Vladimir Pastujov, Yekaterina Shulman y otros connotados opositores al Kremlin desde el exilio sostienen, palabras más, palabras menos, que Navalny no murió, lo asesinó el régimen de (el presidente Vladimir) Putin. Argumentan que las autoridades pusieron a Navalny en circunstancias similares a la tortura en una cárcel del poblado de Harp, a 60 kilómetros del polo ártico y con temperaturas que en invierno pueden llegar a 50 grados bajo cero y con frecuencia era recluido en una celda de castigo, donde las condiciones son aún peores, por incumplir algún punto del estricto reglamento o por exigir alguno de sus derechos que sistemáticamente le negaban.
Dos días antes de morir, el 14 de febrero, Navalny –según contabilizó su ex secretaria de prensa, Kira Yarmish– fue enviado a la enésima celda de castigo por dos semanas, la ocasión número 27 desde que regresó a Rusia en enero de 2021, tras recuperarse del intento de envenenamiento que lo llevó, en un avión-ambulancia y en estado de coma, a una clínica de Berlín.
En este sentido, Eva Merkachova, activista de los derechos humanos, opinó que en el deceso de Navalny pudo haber influido el constante traslado a celdas de castigo (según Yarmish, en los tres años recientes, 308 días), donde las condiciones son mucho más inclementes.
Convencido de que, con apego a derecho, no existía ningún motivo para encarcelarlo, desoyendo el consejo de no volver a Rusia que le dieron Yevgueni Chichvarkin y otros miembros de su entorno en Alemania, Navalny decidió regresar a Moscú, desafiando a las autoridades rusas.
A diferencia del ayatola Ruhollah Jomeiní, quien tuvo un regreso triunfal a Teherán tras la caída del régimen del sha de Irán, ejemplifican, Navalny creyó que sería recibido por una multitud de seguidores que lo llevarían directamente a gobernar en el Kremlin.
Pero –para su sorpresa– en lugar de eso, del mismo aeropuerto una patrulla policial lo llevó a una prisión preventiva. Se le imputó violar el régimen de libertad condicional que tenía, aún convaleciente del intento de asesinato en Berlín, al no acudir al consulado general de Rusia en Berlín a firmar cuando, a juicio de las autoridades, era su obligación hacerlo.
Némesis del presidente Vladimir Putin, a partir de ese momento Navalny entró en una vorágine de juicios en su contra, que le fueron sumando años de prisión, bajo todo tipo de acusaciones, una cada vez más grave que la anterior: difamación de un veterano de guerra, calumnias a un juez federal, creación y dirección de una organización extremista y fundación de un grupo terrorista, entre los principales cargos.
Todo esto lo llevó al centro de reclusión del polo ártico, donde purgan condena los asesinos en serie y otros de los criminales más peligrosos de Rusia, y el 10 de enero anterior, tras meses de no tener ningún contacto con él, Navalny apareció por videoconferencia en el enésimo juicio en su contra.
Abogado de profesión, Navalny se convirtió en el principal líder de una oposición al Kremlin, dividida por carecer de un solo proyecto alternativo de gobierno y por las ambiciones personales de los jefes de los distintos grupos, al exhibir en Internet, el único canal de comunicación que no pudieron cerrarle las autoridades, los excesos de la élite gobernante mediante las investigaciones de su equipo en el FBK.
Atacó directamente al presidente Putin, acusándolo de poseer un palacio en la costa del mar Negro, mediante un video que a la fecha ha sido visto casi 130 millones de veces en YouTube, de tener varios lujosos yates y una fortuna incalculable, así como de enriquecer a su grupo de amigos más cercanos convertidos en magnates.
Expuso también las presuntas propiedades suntuosas en el extranjero y esquemas de corrupción y nepotismo de miembros del gobierno, legisladores oficialistas, dirigentes del partido Rusia Unida y otros integrantes de los grupos que lucran de la cercanía con el titular del Kremlin.
Más allá de fustigar lo que llamaba corrupción generalizada de los gobernantes rusos, Navalny no tuvo un ideario político definido: en una época, por ejemplo, dio muestras de un marcado nacionalismo que lo acercó a un sector ultra, luego se distanció de esas posiciones y, no obstante, no condenó la anexión de Crimea en 2014, pero desde la prisión se opuso rotundamente a la operación militar especial que, ya durante dos años, lleva el Kremlin en Ucrania.
En Moscú, San Petersburgo, Nizhny Novgorod, Kirov, Pskov, Serov, Tomsk, Novosibirsk y otras ciudades comenzaron a aparecer flores y fotografías de Navalny al pie de monumentos dedicados a víctimas de la represión política (en tiempos de José Stalin).
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