Una investigación internacional ha aplicado las últimas tecnologías de análisis genético a los huesos de 14 habitantes de la ciudad de Pompeya que murieron enterrados por toneladas de ceniza durante la erupción del Vesubio, en el año 79 de la era actual. El estallido del volcán dejó toda la ciudad sepultada — y preservada en el tiempo—.
A mediados del siglo XVIII, un militar zaragozano llamado Roque Joaquín de Alcubierre comenzó a excavar en la ciudad bajo las órdenes de su rey, Carlos III. Alcubierre era del cuerpo de ingenieros y se inventó su propia forma de hacer arqueología: en lugar de yacimientos a cielo abierto, cavaba inestables galerías subterráneas donde pronto aparecieron estatuas, frescos y objetos de la ciudad de Pompeya, aunque en un primer momento el zapador creyó que era Estabia, un puerto cercano.
Los cadáveres enterrados quedaban prácticamente huecos por dentro. En el siglo XIX, los arqueólogos italianos comenzaron a rellenarlos con escayola. Una vez seca, retiraban la ceniza y la piedra exterior y obtenían moldes asombrosos de los fallecidos; algunos retorciéndose de dolor, otros tumbados con placidez. Entre ellos destacan figuras conmovedoras, como una mujer con un brazalete de oro con su hijo en el regazo, o dos hermanas fundidas en un extraño abrazo momentos antes de morir.
En 2015, las autoridades arqueológicas de este mítico yacimiento cercano a Nápoles, al sur de Roma, decidieron restaurar 86 moldes de fallecidos. Dentro se encontraron huesos mezclados con la escayola. Un equipo de investigadores de Italia, Alemania y Estados Unidos intentaron rescatar material genético y compuestos químicos de 14 víctimas, y consiguieron obtenerlos de cinco. Los resultados, publicados este jueves, muestran que nada es lo que parecía.
La figura de madre e hijo es tan icónica que los arqueólogos bautizaron la lujosa villa en la que se encontraron como Casa del Brazalete Dorado. En 1974 se encontraron allí cuatro cadáveres, entre ellos los de la supuesta madre e hijo, y se asumió que era una familia que murió mientras huían de la erupción. Ahora, el análisis de su ADN muestra que todos los muertos eran hombres. La supuesta mujer que llevaba la vistosa joya de más de 30 quilates era en realidad un hombre de mediana edad que no tenía ningún parentesco con el niño de cinco años que llevaba en brazos.
El molde que tradicionalmente se ha llamado las dos hermanas, con dos figuras abrazadas, una con la cabeza cerca del pubis de la otra, corresponde en realidad a un hombre y otra persona cuyo sexo no se ha podido determinar. Investigaciones anteriores habían sugerido que se trataba de dos hombres, probablemente amantes. Los resultados se publican este jueves en Current Biology.
Alissa Mittnik, arqueogenetista del Instituto Max Planck (Alemania) y autora principal del estudio, explica a este diario que, aunque hace unos años ya se hicieron estudios de ADN de alguna de las víctimas de la erupción, este es el mayor que se ha realizado hasta la fecha. “En la mayoría de los casos no se hicieron moldes de las víctimas y solo se conservan sus esqueletos. Estamos analizando muchos de ellos”, resalta.
Mittnik comenta: “Hoy en día, los investigadores intentan evitar sesgos al interpretar la evidencia arqueológica y reconocen las incertidumbres”. “Sin embargo”, continúa, “las visiones que se alinean más con perspectivas contemporáneas o que resultan más sensacionalistas a menudo captan más interés del público y se difunden más. Pero los hallazgos de este estudio subrayan la importancia de mantenerse abierto a una amplia gama de explicaciones alternativas que pueden ser evaluadas mediante la integración de diversos métodos científicos”.
David Caramelli, antropólogo de la Universidad de Florencia, reconoce: “Esta investigación muestra cómo el análisis genético puede aportar significativamente a las historias construidas a partir de los datos arqueológicos”. El también coautor del trabajo añade que estos hallazgos “desafían concepciones persistentes, como la asociación de joyas con la feminidad, o la interpretación de la proximidad física como evidencia de relaciones familiares”.
Este estudio también ofrece una idea de dónde procedían los habitantes de Pompeya, cuyos orígenes estaban mayoritariamente en el este del Mediterráneo. El genetista de la Universidad del País Vasco Iñigo Olalde, que no ha participado en este estudio, resalta el interés de estos nuevos datos. “Tendemos a pensar que en la Roma Imperial la mayoría de la gente era de la península itálica, pero en esa época mucha gente llegaba de zonas más orientales, como Turquía, Oriente Próximo, o Grecia, donde estaba el verdadero músculo demográfico de Roma”, detalla. Es un perfil poblacional muy parecido al que se encontró en habitantes de la propia Roma, y también de los Balcanes durante el Imperio, en un estudio publicado en 2023 y del que Olalde era primer autor.
Patxi Pérez-Ramallo, arqueólogo gallego que trabaja en la Universidad Ciencia y Tecnología de Noruega, destaca: “Este estudio cuestiona interpretaciones atrevidas y a veces especulativas que se presentan en visitas guiadas o lecturas arqueológicas basadas únicamente en el contexto”. El trabajo “permite avanzar en el conocimiento de la sociedad romana del siglo I y también ofrece una base para que historiadores y arqueólogos especializados realicen interpretaciones más profundas y contrasten sus conocimientos con los resultados aportados por este estudio”, añade el investigador.
El genetista del CSIC Carles Lalueza-Fox, director del Museo de Ciencias Naturales de Barcelona, opina que este estudio “demuestra cómo proyectamos nuestros estereotipos de género al pasado, cuando la realidad es quizás más interesante”. “Al menos”, continúa, “yo encuentro más sugestivo un hombre con un brazalete de oro agarrado a un niño del que no era familiar. Nos da una nueva visión de evidencias asumidas del que posiblemente es el yacimiento arqueológico más icónico de Europa”.
Con información del diario El País
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