La vida de Sandra dentro del narcotráfico duró solamente tres años. En su momento de mayor poder tuvo a más de 50 sicarios al servicio de Los Zetas, uno de los cárteles mexicanos más sanguinarios.
Ordenaba secuestros y asesinatos y tenía una hija a quien mantener.
A los 15 años, Sandra se mudó de Tabasco a Cancún, Quintana Roo, para trabajar y poder mantenerse a ella y a su hija. Su primer trabajo fue como sexoservidora.
En el informe Adolescentes: vulnerabilidad y violencia, publicado en el 2016 por el Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), cuenta que su primer intento por ser edecán fracasó.
“Mis senos y mi vientre son mi orgullo porque, a pesar de mi embarazo, no tengo cicatrices”, relató.
Después de ser ignorada por una agencia de modelos que solicitaba jóvenes para promover productos en centros comerciales comenzó a desesperarse.
Antes había vendido zapatos, ropa usada, y cuidado a niños a domicilio. Fue hasta que la amiga de una ex pareja la introdujo al mundo del crimen que comenzó, poco a poco, a escalar. “Esa amistad es clave para entender por qué estoy en prisión”, contó.
Primero trabajó como sexoservidora en una fiesta de criminales para luego ser halcón (persona que vigila y alerta a algún cártel sobre la presencia de enemigos y autoridades) y finalmente participar en grupos de secuestro.
“Fui jefa de los halcones y, al final, me pasaron a secuestros y a ejecutar a los secuestrados. Mi grupo era de 53 personas”, aseguró.
De acuerdo a Excélsior, las jóvenes “sicarias” del grupo de Los Zetas cobraban mil 200 pesos quincenales o por ejecución en el 2011.
Me cansé de tanto abuso: un cliente me violó y quedé embarazada. Por eso regresé a Tabasco.
A Sandra nunca le gustó estudiar porque le aburría. Nunca sufrió de abusos ni maltratos pero sí de un entorno lleno de drogas y alcohol. Su papá, que sólo vivió con ella por un corto periodo de tiempo, murió de tuberculosis. Su mamá trabajó en plataformas de Petróleos Mexicanos (Pemex) por lo que pasaba meses fuera de casa.
Cuando la detuvieron declaró que trabajaba con el Cártel del Golfo porque sabía que si decía Los Zetas su condena sería mayor. “Me agarraron en el último secuestro cuando iba por el rescate”, afirmó.
Hoy Sandra tiene aproximadamente 21 años de edad y está internada en el Centro de Reinserción Social del Estado de Tabasco (Creset). En la cárcel sufre de ataques de ansiedad y taquicardia. Quiere reiniciar su vida: estudiar para ser laboratorista dental, trabajar, cuidar a su hija, y crear una familia. Hasta el 2017 le quedaban cuatro años de su sentencia por homicidio y secuestro.
Pasa 22 horas al día dentro de una celda de tres por tres metros, donde intenta hacer ejercicio al lado de siete mujeres acusadas de los mismos crímenes. “Grito, lloro, siento que me hago humo. Hasta mi sombra se ha enfermado”, contó. Asegura que sufre de migrañas, pérdida de pelo, y gastritis cuando antes sólo se preocupaba por el maquillaje y la piel de su cara.
Afortunadamente, asegura, nadie la recibió con golpes ni amenazas. Nadie cumplió su miedo de ser chantajeada o esclavizada o golpeada de manera cotidiana.
Sólo una hora, una vez por semana, puede salir a un espacio abierto. Usa 15 minutos para realizar llamadas telefónicas y el resto para caminar o jugar básquetbol y vóleibol. “El resto de los días pienso que afuera ya estaría muerta y que por eso Dios me trajo aquí”, relató.
Con información de diario Excélsior
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