La que está viviendo Cuba, nuestra mayor frontera en el Caribe, es una tormenta perfecta. Al inhumano bloqueo económico de Estados Unidos, que tiene a la isla al filo de la miseria, se suman tanto la crisis epidémica y sus secuelas, como la evidente torpeza de un gobierno que no puede enfrentar con éxito la tempestad que vive y se refugia en un soliloquio político lejano a su pueblo.
El nuevo “periodo especial” que enfrenta Cuba, tan duro como el que viviera a principios de los 90s tras la caída de la Unión Soviética y el aumento del embargo yanqui, cuando en la isla se sufriera hambre, es caldo fértil para la injerencia de radicales tanto del exterior como del interior y para la efervescencia de un pueblo harto de privaciones que ve en cambiar su modelo político el fin de sus problemas.
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Sería pueril suponer que el gobierno de Cuba no hace frente a una ofensiva mediática dirigida desde Miami, con el aval del gobierno estadunidense, que exagera los hechos y crea “líderes sociales” afines a sus intereses. El llamado del presidente Biden para que “el régimen cubano escuche a su pueblo”, suena a burla pues fue en la Casa Blanca donde se dictó el bloqueo a la isla.
Sería también pueril suponer que con el fin del bloqueo económico acabaría la crisis de la isla, pues su modelo político es obsoleto y, vaya ironía, arriesga los logros de la propia revolución cubana. Con una economía mixta, como la de Rusia, podría superar la crisis, pero antes deben hacerse profundas reformas y el presidente Miguel Díaz Canel no parece estar a tal altura.
Como se ve, Cuba enfrenta una difícil encrucijada en la que el aspecto económico, aunque prioritario, no es el único problema por atender. Como otras veces, los cubanos saldrán adelante, y entre los primeros pasos está acabar con el bloqueo norteamericano a la vez que se inician reformas internas en la isla. Aunque se trata de una tormenta perfecta, hasta estas amainan.